domingo, 13 de octubre de 2019

Un discurso soez o el acto del infortunio

"El hijo del hombre" René Magritte

Un discurso soez o el acto del infortunio
            Una alfombra de papeles arrugados cubre el suelo del estudio. Es el testimonio de la escasez de ideas serias para un escritor de su talla. A lo largo de la última semana sólo ha tenido tiempo para una tarea: la selección minuciosa de palabras, que conformarán el discurso de apertura para la recepción del premio; su premio.
La fluidez de palabras se ha interrumpido por varios días, quizá sea por la falta de costumbre con la victoria que las ideas lo esquivan. Pero, después del quita y pon de frases rebuscadas, ha concluido con la versión final del discurso. Ya dan las 5:00 de la tarde. En una hora comienza la ceremonia. Debe salir.
De un movimiento felino, brinca desde el escritorio hasta el closet y se monta el primer camisón que encuentra; algo desteñido, algo arrugado, parecido a él en ciertos aspectos de su vida. Mientras se peina el cabello con los dedos de la mano, ojea por última vez el discurso recién acabado. Siente, después de tanto tiempo, que su esfuerzo como escritor comienza a ser reconocido. Tiene la plena seguridad que una multitud lo espera en el teatro para aclamarlo. El círculo de intelectuales que ha secuestrado el arte de la ciudad, finalmente hablará de él y su obra. Será reconocido como lo ha merecido siempre. A partir de este día recibirá invitaciones a las cenas con el alcalde y demás autoridades gubernamentales, servirá después de tanto tiempo como el acompañante que da brillo a la conversación de los políticos locales. Sus colegas en la revista comenzarán a respetar su trabajo. La ciudad comenzará a respetarlo.
            Con cuarenta años recién cumplidos y una vida dedicada a la escritura, ve por primera vez, un logro medianamente aceptable; ser ganador del premio regional de novela. Desde su época de estudiante en la facultad de letras sintió que una nube de mediocridad lo rodeaba, pero por primera vez, se disipa esa nube y se abre ante sus ojos un futuro prometedor. Extraño quizá, pero prometedor.
            Vuelve al presente. Revisa los últimos detalles, guarda el discurso en el maletín y sale a paso apresurado hasta la estación del ferrocarril. En pocos minutos parte el último tren que va al centro y no puede darse el lujo de pagar un taxi. Llega a la estación, compra el boleto y de un salto alcanza el tren. Observa el interior del vagón, encuentra un asiento vacío y se recuesta. La emoción lo embarga. Se mira en el espejo de su pasado, escruta su historia, su mediocre historia. Piensa en su futuro, su futuro de éxito y gloria: Cree haber encontrado el secreto que separa a los novelistas inmortales de los olvidados. La vida le muestra una sonrisa y le giña el ojo en señal de triunfo.
Ya no hará más el trabajo de articulista de poca monta en la revista, ahora deben promoverlo al consejo editorial, ahora deben considerarlo para editor jefe en la revista; es lo menos que pueden hacer para retener su talento. Piensa en Chejov, a él le debe su amor a las letras. Piensa en los maestros clásicos y contemporáneos; él ya puede considerarse parte de los maestros contemporáneos. Piensa en sus noches en vela, en sus experimentos literarios, en sus excéntricos y absurdos rituales, necesarios de escritor abnegado. Piensa en todo, como parte de un camino intrincado, que lo ha conducido al éxito.
            Busca distraer su atención. Observa el interior del tren. Imagina que su próximo éxito literario puede ser sobre el inmenso dragón metálico que le sirve de transporte. La vida del maquinista es una historia que merece ser contada, puede ambientarla en el siglo pasado, durante la guerra civil: “ahora todos escriben sobre la guerra civil”. Construye en el aire la trama de su próxima novela: trata sobre un documento que el maquinista debe llevar a la capital para salvar la república y al final es detenido por la dictadura. La obra, seguro valdrá otro premio, uno nacional o internacional. Tendrá que escribir nuevos y mejores discursos. Ya está listo su próximo proyecto, esta misma noche comienza.
            Abandona el ejercicio creativo por un momento. Centra su atención en una mujer que está sentada al frente. Vuelve a meditar en su vida; esta vez en su vida amorosa. La soledad ha sido su única compañera, pero desde hoy, ese aspecto cambiará. Ya es mayor para sostener aventuras de amor jovial, pero con su fama de escritor reconocido, le lloverán mujeres, mujeres como la que tiene ante sus ojos, de cabello rubio, alta y con una voluptuosidad digna de revista pornográfica. El futuro promete.
Los ojos le brillan mirando a la dama. Ella, advierte en su mirada cierta malicia, y con un movimiento distraído, deja caer el abrigo para cubrir sus piernas desnudas.
            El escritor hace a un lado sus ínfulas de Don Juan y evalúa la calidad literaria de su novela premiada: “fisionomía del chisme”. No es un golpe de suerte, la calidad literaria existe en su obra, nadie puede dudar de ello. Él no puede dudar de ello. Reconoce que el estilo narrativo del país ha decaído en los últimos años, pero no quiere decir, que su novela sea mediocre. Puede incluso, convertirse en la tendencia renovadora de la nueva literatura nacional. Tendrá que elaborar más discursos, atender entrevistas, visitar países en todos los continentes. Sus energías debe distribuirlas entre las relaciones públicas y la escritura.
            Termina el recorrido. Baja del tren y revisa su reloj; es tarde. Camina unas calles, con su paso apresurado atropella a los pocos transeúntes que están en su camino. Llega al teatro; en la entrada lo espera un mozo:
-Bienvenido señor Rodríguez, adentro esperan.
Entra. El recinto a medio llenar lo recibe de pie con una salva de aplausos. Una euforia extraña lo conmueve al compás estridente del aplauso. Camina altivo por medio del teatro, ondea su mano y saluda al medio centenar de desconocidos que lo vitorean. Lo recibe el alcalde, estrecha con fuerza su mano y lo invita a dar las palabras de apertura. Ya frente al podio contempla la multitud que guarda el silencio para oír sus palabras. Rodríguez se revisa, mira a todos lados y no encuentra el maletín donde guardó el discurso. Entra en desesperación, sus manos y frente comienzan a sudar mientras los espectadores rompen el silencio con sus murmullos. De pronto, el escritor recuerda el tren, levanta la cara y masculla frente al micrófono, las palabras que reflejan toda su existencia: “¡Mierda!”
FIN

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